viernes, 7 de junio de 2013

Las tejas de verano



   Ninguno de nosotros, o casi ninguno, sabía por qué sobre las dos de la tarde nadie caminaba por el barrio. Sólo algunos perros vagabundos que parecía que se quemaban las patas sobre las calles de tierra ardientes por el sol de pleno verano.
   Nuestros padres miraban la televisión, quizás la novela, y generalmente se quedaban dormidos. El volumen estaba bajito y era el único sonido de la casa. Los platos reposaban recién lavados sobre la rejilla de al lado de la batea. Los postigos casi cerrados por completo dejaban entrar algunos rayos del poderoso sol, y formaban divertidas sombras en las baldosas del suelo, que daba placer atravesar con los pies desnudos.
   Yo salía silenciosa por la puerta trasera y observaba un vecindario dormido. Olía el calor rebotando en el pasto, y sentía la presencia escondida de algunos pajaritos charlando sobre las ramas flameantes por un viento tímido.
   El que hoy es mi amigo sanguíneo se sentaba sobre una lomita de tierra entre lo que parecía ser la división de la calle y la vereda. Jugaba con el pasto, rompiendo, pensativo, hojitas frescas que arrancaba de su vera.
   Yo le daba una sonrisa desde lejos, y me sentaba ahí mismo. Nos pensábamos mutuamente, cada uno desde su lugar.
   Después vinieron las miradas cómplices, el mutuo y natural entendimiento, las cartitas dadas por terceras manos, el apoyo incondicional, el amor verdadero y una amistad interminable.

No hay comentarios:

Publicar un comentario