Ninguno de nosotros,
o casi ninguno, sabía por qué sobre las dos de la tarde nadie caminaba por el
barrio. Sólo algunos perros vagabundos que parecía que se quemaban las patas
sobre las calles de tierra ardientes por el sol de pleno verano.
Nuestros padres
miraban la televisión, quizás la novela, y generalmente se quedaban dormidos.
El volumen estaba bajito y era el único sonido de la casa. Los platos reposaban
recién lavados sobre la rejilla de al lado de la batea. Los postigos casi
cerrados por completo dejaban entrar algunos rayos del poderoso sol, y formaban
divertidas sombras en las baldosas del suelo, que daba placer atravesar con los
pies desnudos.
Yo salía silenciosa
por la puerta trasera y observaba un vecindario dormido. Olía el calor
rebotando en el pasto, y sentía la presencia escondida de algunos pajaritos
charlando sobre las ramas flameantes por un viento tímido.
El que hoy es mi
amigo sanguíneo se sentaba sobre una lomita de tierra entre lo que parecía ser
la división de la calle y la vereda. Jugaba con el pasto, rompiendo, pensativo,
hojitas frescas que arrancaba de su vera.
Yo le daba una
sonrisa desde lejos, y me sentaba ahí mismo. Nos pensábamos mutuamente, cada
uno desde su lugar.
Después vinieron las
miradas cómplices, el mutuo y natural entendimiento, las cartitas dadas por
terceras manos, el apoyo incondicional, el amor verdadero y una amistad
interminable.
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