Voy de camino al trabajo en el autobús,
y veo que sube una mujer musulmana. Usa un Niqab, por lo que sólo se
le ven los ojos. Avanza hacia el final del autobús y pasa por mi
lado. Sus ojos miran al fondo del colectivo, y delatan una sonrisa
por debajo de las telas: está sonriendo a alguien que está detrás
de mí.
Entonces pienso, ¿cómo puede
reconocer a nadie con tanta tela? Y después me doy cuenta: ¡es al
revés!, ¿cómo pueden reconocerla a ella?
Yo no sería capaz de
distinguir a una de otra. Y se darían situaciones como ¡Hola
Rahana! ¿Cómo estás hoy? Y ella, no vuelvas a hablarme en
tu vida. Y yo me quedaría muy sorprendida por la reacción de
Rahana. No entendería
por qué Rahana se comportó así, hasta que me encontraría con la
verdadera Rahana, que me saludaría cálidamente. (Yo, una vez más,
no la reconocería, pero alguien la llamaría por su nombre).
Entonces pensaría que o bien Rahana está loca y un día me saluda
mal y otro me saluda bien, o bien yo metí la pata y confundí dos
musulmanas. Tras cinco minutos de deliberación, me decantaría por
pensar que yo me despisté, y comenzaría una investigación para
saber a cuál de todas confundí con Rahana, y ya no me habla.
Algo similar me sucede con los
orientales. Yo las películas de Kurosawa no las entiendo, no por su
carga simbólica (que bueno, a veces también, pero no es el tema ahora mismo), sino porque a veces no se si es que el malo se
volvió bueno, o el bueno empezó a contagiarse; o si la niña de
diez años creció de golpe y es una elipsis temporal, o si se trata
de su hermana mayor. O de su prima, o similar.
De todas formas, lo de los orientales es un tema; y lo de las musulmanas, otro.