miércoles, 23 de mayo de 2012

Quién es quién


Voy de camino al trabajo en el autobús, y veo que sube una mujer musulmana. Usa un Niqab, por lo que sólo se le ven los ojos. Avanza hacia el final del autobús y pasa por mi lado. Sus ojos miran al fondo del colectivo, y delatan una sonrisa por debajo de las telas: está sonriendo a alguien que está detrás de mí.
Entonces pienso, ¿cómo puede reconocer a nadie con tanta tela? Y después me doy cuenta: ¡es al revés!, ¿cómo pueden reconocerla a ella? 
Yo no sería capaz de distinguir a una de otra. Y se darían situaciones como ¡Hola Rahana! ¿Cómo estás hoy? Y ella, no vuelvas a hablarme en tu vida. Y yo me quedaría muy sorprendida por la reacción de Rahana. No entendería por qué Rahana se comportó así, hasta que me encontraría con la verdadera Rahana, que me saludaría cálidamente. (Yo, una vez más, no la reconocería, pero alguien la llamaría por su nombre). Entonces pensaría que o bien Rahana está loca y un día me saluda mal y otro me saluda bien, o bien yo metí la pata y confundí dos musulmanas. Tras cinco minutos de deliberación, me decantaría por pensar que yo me despisté, y comenzaría una investigación para saber a cuál de todas confundí con Rahana, y ya no me habla.
Algo similar me sucede con los orientales. Yo las películas de Kurosawa no las entiendo, no por su carga simbólica (que bueno, a veces también, pero no es el tema ahora mismo), sino porque a veces no se si es que el malo se volvió bueno, o el bueno empezó a contagiarse; o si la niña de diez años creció de golpe y es una elipsis temporal, o si se trata de su hermana mayor. O de su prima, o similar.
De todas formas, lo de los orientales es un tema; y lo de las musulmanas, otro.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Rebeca


Tengo una nueva inquilina. Desde hoy se llama Rebeca. Tiene ocho patas. O quizás solo seis, y las otras dos sean manos. En realidad a mi me parece que son manos. Es marrón, levemente peluda, y valiente. Se asusta poco, y las pocas veces que se ve en peligro, se queda quieta para no llamar la atención. Ella piensa que me engaña, pero no. La verdad es que no me gusta este tipo de insecto, pero simplemente existe, como existo yo. Quizás yo a ella no le guste tampoco, pero tiene que acostumbrarse a que yo existo. Pensé en invitarla a salir de mi habitación, pero se la ve muy feliz. Y yo tampoco me veo capaz de decidir sobre la vida de otro ser. Si ella es feliz, ¿quién soy yo para echarla? Ni siquiera la propietaria de este refugio. En cuyo caso tampoco tendría el derecho moral de hacerlo. Lo cierto es que nos respetamos mutuamente, y ya con eso, tiene su estancia ganada. Lo único que temo, es hacerle daño sin querer. Porque se esconde en sitios que yo cotidianamente uso, como por ejemplo, entre los pliegues de la cortina que subo y que bajo, por la mañana y por la noche respectivamente. Yo no sabría pedirle perdón, porque creo que todavía no nos entendemos muy bien. Entonces temo que si se enfada, decida venir por las noches a mi cama, a intentar hacerme daño. No lo conseguiría, porque es muy pequeña. Pero el hecho de que por las noches camine sobre mí, mientras duermo, no me hace gracia ninguna. Porque hasta la actualidad, sólo soy capaz de compartir cama con algunos (muy pocos) seres de mi misma especie. Al fin y al cabo, superando estos casos hipotéticos, y aunque quizás sólo de momento, creo que Rebeca es feliz, y por tanto no tengo de qué preocuparme.  

domingo, 13 de mayo de 2012

En algún planeta todavía desconocido...



Me despierto y veo que todavía dormís. Mi brazo derecho está abajo tuyo, estoy de costado, con mi cabeza apoyada en la parte baja de tu pecho. Vos estás boca arriba. Algunas partes de nuestras piernas se tocan, y tenemos la piel tibia. Olemos a dormidos, y todo está muy en silencio. Alguna claridad se escapa entre las hendijas de la persiana, pero no puedo saber si está nublado o hace sol. Tampoco se si llueve, porque no puedo escuchar nada. Imagino que llueve. Me desenredo de las sábanas, y de vos. Me levanto silenciosamente y voy a la cocina. Pongo el agua, y mientras se calienta voy al baño. Vuelvo y preparo el mate. Estoy entre las sombras de lo que parece un mediodía del final del verano, cuando empiezan las lluvias y se empieza a intuir el otoño. Pero todavía hace un poco de calor. La temperatura perfecta para no transpirar cuando hacemos el amor, y para taparnos con una simple sábana blanca después, cuando terminamos. La pava hace un poquito de ruido, y yo, que estaba perdida entre alguna hendidura de claridad, vuelvo para apagar el fuego. La yerba ya está en el mate. Cebo el primero y lo tomo (aunque mi papá siempre me decía que el primero se escupía). Camino descalza de vuelta hacia la cama. Y vuelvo a sentir tu olor, nuestro olor. El olor que quedó de nuestros cuerpos pegados y dormidos. Me vuelvo a meter en la cama, y los pies se me enfriaron porque anduve descalza por las baldosas de la cocina. Pero me gusta. Intento no tocarte con ellos. Abrazo tu torso tibio, y te huelo, y te respiro, y te doy besos chiquitos, todos juntitos, por tus hombros. Te movés lentamente, y te empezás a dar cuenta de que soy yo, y que acabás de amanecer. Podés sentir el mate en mi boca. Todavía tenés los ojos cerrados, pero esbozás una sonrisa, porque vas a tomar unos mates conmigo, en la cama. Sin hablar, sin pensar. Respirándonos, sintiéndonos, tocándonos, mirándonos a veces, y también dándonos algunos besitos. Buenos días, tomá un matecito.