jueves, 29 de marzo de 2012

El deporte hace mal


Tras un intento frustrado hace tres años, un mes de meditación acerca del tema, un par de kilos de más desde que dejé de fumar y un exceso de energía acumulada, decidí que iba a empezar a correr. El barrio de Londres donde vivo tiene rincones alucinantes para ir a correr, con sonido a silencio imperturbable para escuchar mientras se me agita la respiración.
Empecé y lo hice durante un mes. Y me gustaba. Yo no lo podía creer, pero me gustaba. El aire me daba en la cara, y mis ojos se perdían en un cielo rayado de naranja, violeta, azul y blanco. Mis piernas se reían hasta llorar, y sentía cómo después los latidos de mi corazón se equilibraban.


Después de un mes corriendo 4 veces a la semana, las piernas me emepezaron a doler mucho. Seguí corriendo, porque parecía que cuando el músculo entraba en calor, dejaba de quejarse. Pero durante el día, cuando estaba en frío, no podía ni correr el autobús.
Sin exagerar ni un poquito.
Las piernas me dolían tanto, que tuve que abandonar. Recientemente en mi visita a España, fui a un fisioterapeuta de confianza. Y pareció ser, que estaba lesionada. ¡Pero si sonaba hasta profesional! Yo, como corredora, me había lesionado las piernas de la forma más común que los corredores se lesionan. Una lesión bien hija de puta, de esas difíciles de detectar, difíciles de tratar, y difíciles de prevenir.
Cuando yo le expliqué a Sergio (el fisioterapueta) dónde y cómo me dolía (de la manera más clara que pude), el lo detectó al toque.
“Claro”, dijo, “vos tenés lesionados el paracleto superior izquierdo fractario, el platenco lacteroto lateral y el clamoncio terciario del quinto superior a la izquierda”. O algo así.
“Ah, sí, claro”. Le dije yo.
Me invitó a desvestirme y a acostarme en la camilla.
“Qué lindo pensé”, mientras escuchaba una música muy relajante, y olía a aceites esenciales.
“Bueno, esto duele mucho”. Me alarmó. Y prosiguió a hacer con mis amadas piernitas, lo que se hace con las naranjas y el exprimidor por las mañanas en el desayuno. Sin exagerar ni un poquito.
Casi lloro. Sin exagerar ni un poquito. No lo hice porque me daba vergüenza.
Pateleé, grité, transpiré... Me hizo tanto mal, que ya no puedo mirarlo a la cara.

Dos sesiones de masajes después (o debería inventarme otro nombre algo así como “tortura muscular bajo pago y consentimiento del pelotudo de turno”) debo decir que efectivamente Sergio es un gran masajista (o torturador muscular bajo pago y consentimiento del pelotudo de turno), y ya puedo correr el autobús: lo único que voy a correr en mi vida de ahora en más.
“No le cojas miedo” me dijo él “tú espera un par de semanas y empieza a entrenar otra vez”.
“Si, si” le dije yo, pero ahí sí que estaba mintiendo.
Guardé las zapatillas en un cajón, y ahora me dedico mirar a los corredores por la calle y pensar: “la que te espera”.