Aurora vive al sur. Ella no entiende de
fines de semana: madruga todos los días. Excepto uno, que nunca sabe
cuál será. Se levanta y se ata la larga cabellera negra a la nuca,
con una goma blanca. Va automáticamente al baño, se lava la cara y
se mira al espejo. Pasa lentamente los dedos por sus ojeras: no le
gustan. Luego va hacia la cuna de su bebé, que duerme plácidamente
panza arriba, con los brazos abiertos. Lo siente respirar
profundamente y palpa que algo en lo más hondo de su alma le dice
que lo deje dormir, en paz. Sin embargo, Aurora lo levanta y sale a
la calle. Todavía está oscuro. Y hace frío. Pero los relojes dicen
que algunos ya se tienen que levantar. Aurora envuelve a su niño en
una manta celeste, de tela polar. Ya pesa porque tiene más de un
año. Se sube al colectivo del barrio, y se baja cuarenta y cinco
minutos después. Camina quince minutos y llega a la guardería
estatal. Entra rápido y lo acuesta en una cuna libre, junto a otra
veintena de cunas ocupadas en un gran dormitorio de bebés de madres
trabajadoras. Algunas solteras, otras casadas, otras valientes
divorciadas, algunas muy jóvenes y otras no tanto. Pero todas
madres. Muy madres. Aurora le acaricia la mano a su bebé durmiente,
lo mira con angustia, y se va. Cuatro pasos más lejos, se le hace un
nudo en el estómago y vuelve la vista atrás, y se detiene. Y lo
observa. Aurora no quiere, pero no tiene opción. Se gira y sigue su
camino. Sube a otro colectivo, y cuando está amaneciendo, llega al
hospital municipal. Entra. Saluda tímidamente, se pone su delantal,
y empieza a limpiar. Aurora está cansada, angustiada, está aburrida
y frustrada. En el hospital todos están tristes y las paredes huelen
mal. Las puertas huelen a remedios, a lejía, a encierro y a dolor. Y
Aurora barre. Y en el vaivén de la escoba, se pone a soñar. Ve una
casita chiquitita, en el campo. Aurora se despierta sin alarmas,
cuando el cuerpo se lo pide. Va a la cocina y corta en rebanadas el
pan viejo de ayer, y lo mete al horno. Luego le pone manteca, o queso
crema. Y mermelada. Y se toma un café caliente, mientras mira a
través de la ventana los árboles flameando al viento. Y espera en
el silencio de la mañana que su hijo comience a dar vueltas en su
cuna, haciendo algunos tímidos ruidos para llamar la atención de
los brazos de su mamá. Y Aurora se asoma también tímida a la
puerta, para no alterar las pacíficas vibraciones de la mañana.
Aurora y su hijo se miran a los ojos, se sonríen y se van a jugar.
Su bebé le agarra los dedos de la mano. Y a veces se suelta y sale a
caminar torpemente. Y agita sus brazos con emoción, y mira a su
mamá. Está feliz, porque la huele al despertar. Y Aurora está
feliz porque lo huele al despertar. Aurora sonríe entre los pasillos de un hospital gris, y huele a café y a pan
horneado y a mañana y a paz y a felicidad.
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