Tengo una nueva inquilina. Desde hoy se
llama Rebeca. Tiene ocho patas. O quizás solo seis, y las otras dos
sean manos. En realidad a mi me parece que son manos. Es marrón,
levemente peluda, y valiente. Se asusta poco, y las pocas veces que
se ve en peligro, se queda quieta para no llamar la atención. Ella
piensa que me engaña, pero no. La verdad es que no me gusta este
tipo de insecto, pero simplemente existe, como existo yo. Quizás yo
a ella no le guste tampoco, pero tiene que acostumbrarse a que yo
existo. Pensé en invitarla a salir de mi habitación, pero se la ve
muy feliz. Y yo tampoco me veo capaz de decidir sobre la vida de otro
ser. Si ella es feliz, ¿quién soy yo para echarla? Ni siquiera la
propietaria de este refugio. En cuyo caso tampoco tendría el derecho
moral de hacerlo. Lo cierto es que nos respetamos mutuamente, y ya
con eso, tiene su estancia ganada. Lo único que temo, es hacerle
daño sin querer. Porque se esconde en sitios
que yo cotidianamente uso, como por ejemplo, entre los pliegues de la
cortina que subo y que bajo, por la mañana y por la noche
respectivamente. Yo no sabría pedirle perdón, porque creo que
todavía no nos entendemos muy bien. Entonces temo que si se enfada,
decida venir por las noches a mi cama, a intentar hacerme daño. No
lo conseguiría, porque es muy pequeña. Pero el hecho de que por las
noches camine sobre mí, mientras duermo, no me hace gracia ninguna.
Porque hasta la actualidad, sólo soy capaz de compartir cama con
algunos (muy pocos) seres de mi misma especie. Al fin y al cabo,
superando estos casos hipotéticos, y aunque quizás sólo de
momento, creo que Rebeca es feliz, y por tanto no tengo de qué
preocuparme.
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